Francisco Marto
Francisco Marto nació el 11 de junio de 1908, en Aljustrel, que es un pueblecito de Portugal. Fue uno de los tres niños que vieron a la Virgen en Fátima. Antes de la primera aparición de la Virgen, un ángel se les apareció, y dijo a los tres pastorcitos: Consolad a vuestro Dios. Estas palabras le dejaron muy impresionado y le hicieron cambiar de vida. Sólo a él Dios se dio a conocer muy triste, como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo respondió: Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra Él. Quiso ser el Consolador de Jesús. Su pena era ver a Jesús ofendido; su ideal, consolarlo. Desde entonces hasta su muerte, vivirá movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo pensar de los niños- de consolar y dar alegría a Jesús, y para esto hará todos los sacrificios que pueda.
Un día de noviembre de 1917, su prima Lucia le preguntó: -¿Qué es lo que más te gusta: consolar a Nuestro Señor o convertir a los pecadores para que las almas no vayan al infierno? La respuesta de Francisco fue inmediata: -Si tuviera que elegir, preferiría consolar a Nuestro Señor. ¿No has advertido cómo la Santísima Virgen, el mes último, se entristeció mucho cuando nos pidió que no se ofenda más a Nuestro Señor, que es tan ofendido? Quisiera, primero, consolar a Nuestro Señor; pero, después, convertir a los pecadores para que no le ofendan más.
De los tres niños, Francisco era el más contemplativo, es decir, sabía meditar de manera muy intensa sobre la vida de Jesús, y por eso se distinguió en su amor reparador a Jesús en la Eucaristía. Tenía un amor muy grande al Santísimo Sacramento, a quien siempre se refería llamándole Jesús Escondido. Era capaz de pasar las horas junto al sagrario acompañando y consolando al Señor.
Estando ya enfermo, le decía a su prima cuando iba a verlo a su casa camino de la escuela: Mira: vete a la iglesia y da muchos recuerdos míos a Jesús Escondido. De lo que tengo más pena es de no poder ir ya a estar un rato con Jesús Escondido.
La delicadeza de conciencia de Francisco, ya grande, fue perfeccionándose como consecuencia de las apariciones. Más que nada él quería ofrecer su vida para aliviar la pena del Señor, a quien había visto tan triste, tan ofendido. Incluso sus ansias de ir al cielo fueron motivadas únicamente por el deseo de poder consolar mejor a Dios. Con firme propósito de hacer aquello que agradase a Dios, evitaba cualquier especie de pecado y, con siete años de edad, comenzó a frecuentar el sacramento de la Penitencia.
En octubre de 1918, poco después de la última aparición de la Virgen, Francisco enfermó a causa de una epidemia de gripe muy grave que se había extendido por todo el país. Hacia finales de febrero del año siguiente , Francisco fue empeorando y ya tuvo que guardar cama, pues su estado se agravaba sin cesar. Sufrió con íntima alegría su enfermedad y sus grandísimos dolores, en sacrificio a Dios.
Una vez su prima le preguntó si sufría, y él le respondió: Bastante. Me duele tanto la cabeza, pero no me importa. Quiero soportarlo y sufrir para consolar a Nuestro Señor. Además, en breve iré al cielo.
En la madrugada del 4 de abril de 1919, después de pedir perdón a todos los que le rodeaban, particularmente a su madrina, por las penas que les podía haber causado, dijo a su madre: Mira, madre, qué hermosa luz, allí, cerca de la puerta… Y un momento después: Ahora ya no la veo. Y con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un gemido, expiró dulcemente.