Rolando Rivi
Rolando Rivi nació en Italia el 7 de enero de 1931. Desde pequeño llevó una vida de piedad. Era un chico lleno de vitalidad, que se entusiasmaba con facilidad y disfrutaba muchísimo de la vida. Era también muy inteligente y simpático, y todas estas cualidades hacían que todos sus amigos le siguieran como a un verdadero líder. Pero lo mejor que tenía es que, además de organizar juegos y distracciones, sabía acercar a sus amigos a Dios, invitándoles con frecuencia a hacer oración, a tratar a Jesús como al más importante de los amigos. Les enseñaba a rezar el Rosario, les animaba a ayudar a Misa con él y les instruía en la caridad fraterna al decirles: Si amas al Señor, entonces ama a todo el mundo. Para Rolando, la caridad hacia los pobres era inseparable del amor de Dios; cuando un pobre llamaba a la puerta del hogar paterno, era el primero en acogerlo, en traerle pan y abrigo.
A mediados de 1942 ingresaba, con sólo once años, en el seminario menor de su diócesis. Un seminario es el lugar donde los chicos se preparan para ser sacerdotes, y en aquella época existía la costumbre de vestirse de cura aunque aún no hubieran recibido el sacramento del Orden, pues así daban testimonio ante el mundo de su condición de seminaristas. Rolando se vistió así por primera vez el día 1 de octubre de ese mismo año. Ese día lo recordaría Rolando como el día más feliz. Para él llevar la sotana significaba ya estar consagrado a Dios para siempre y vivir en amistad con Jesús. Este detalle es muy importante, pues el hecho de llevar la sotana terminaría siendo la causa de su martirio.
La estancia de Rolando en el seminario no duró más que tres años.
Por desgracia el 1 de septiembre de 1939 comenzó la Segunda Guerra Mundial e Italia se vio envuelta en el conflicto. Los seminarios italianos tuvieron que cerrar en 1944 y por ese motivo el joven seminarista se vio obligado a volver a casa de sus padres y proseguir sus estudios en la escuela local. Esta nueva situación de su vida no afectó a su vida de piedad: continuó asistiendo a Misa todos los días, participaba en el coro de la parroquia, impartía catequesis y era miembro activo de las juventudes de la Acción Católica. A Rolando le encantaba la música, y disfrutaba cantando y tocando el armonio.
Enseguida comenzó en Italia una verdadera persecución contra la Iglesia y los católicos. Por ese motivo, los padres de Rolando aconsejaron a su hijo que tuviera prudencia, y le decían: ¡Quítate la sotana! Es mejor que no la utilices. Pero el chico, seguro de sí mismo, de su vocación al sacerdocio y de su proyecto de vida, les argumentaba: Pero ¿por qué? ¿Qué mal hago llevando la sotana? No tengo ninguna razón para dejar de usarla. No me la voy a quitar porque estoy estudiando para ser sacerdote y simboliza mi pertenencia a Jesús.
Rolando se creía fuera de todo peligro por su juventud. Además respondía a quien le aconsejaba que vistiese de seglar: No tengo miedo ni estoy asustado. No puedo esconderme. Pertenezco a Dios. Sin embargo, el 10 de abril de 1945, después de asistir a la Santa Misa, en la que tocó el armonio y acompañó al coro, cogió unos libros y de regreso a casa se fue a un pequeño bosque, en un lugar donde acudía con frecuencia a estudiar con plena tranquilidad. A su casa nunca llegó. Había sido secuestrado por la guerrilla comunista.
Rolando lo niega todo. Sus agresores lo insultan y lo muelen a golpes, pegándole a conciencia con un cinturón y dándole puñetazos. Sin embargo, él persiste en negar las acusaciones. Entonces le quitan la sotana, que es arrugada y tratada con burlas y desprecio. El martirio de Rolando había comenzado. Lo primero que le hicieron fue torturarle y humillarle, con insultos a Dios, Cristo y la Iglesia. Fue acusado de “espiar al bando contrario” y de robar una pistola y haberla usado para disparar contra ellos. Y como el adolescente llevaba una pequeña cantidad de dinero, que había ganado por sus servicios como sacristán de la iglesia parroquial, sus raptores interpretaron que ese dinero era el precio de su traición pagado por los militares enemigos.
Tres días duró su calvario. El viernes 13 de abril, a las tres de la tarde, llevaron al seminarista, herido y agotado por los malos tratos padecidos durante dos días y medio, hasta un pequeño bosque cercano a la granja. Allí obligaron al chico a colocarse al borde de una fosa. Entonces el adolescente comprendió la suerte que le esperaba, y sollozando, pidió clemencia, que le perdonasen la vida, pero por respuesta recibió varias patadas. Entonces, viendo que era inútil, sólo rogó que le dejasen rezar antes de morir. Dejadme el tiempo de rezar una oración por mi papá y mi mamá, les dijo a sus secuestradores. Y rezó por sus padres, pero también por los que iban a ser sus asesinos.
El muchacho que estaba viviendo su última hora no pensó en él, sino en sus familiares, a quienes más amaba en el mundo. Se arrodilló junto a la fosa y mientras oraba, recibió dos tiros de revólver, uno cerca del corazón y otro en la cabeza, que acabaron con su vida. Era el viernes 13 de abril de 1945. Rolando Rivi tenía catorce años y fue asesinado por los que odiaban a Cristo. Sin embargo, Rolando entregó su vida por el motivo contario: Por el amor a Jesús, que siempre fue para él lo más importante en su corta vida.